La
tradición española por excelencia es que en la noche del 5 al 6 de Enero,
mientras que los niños duermen, vienen desde Oriente tres mágicos Reyes con sus
correspondientes camellos, para dejar
regalos y juguetes.
Así
cuando se despiertan los niños se encuentran que tanto los camellos como los
reyes se han comido/bebido lo que les hemos dejado la noche anterior para que
se repongan de su largo viaje y además un montón de regalos.
Recuerdo
como si fuera ayer esas noches y esas madrugadas maravillosas en la que
encontraba todo lo que los reyes me habían traído, y de verdad que eran
mágicos, pues no solo era muy difícil que tres camellos y tres personas adultas
cogieran en la salita de mi casa, sin que decir tiene que entrar en la sala por
la ventana o la puerta era aún más complicado.
Además
de todas esas dificultades resulta que yo era miembro de una familia de clase
media baja y que no sobraba el dinero ni la magia, pero allí estaban ellos con
su estupenda muñeca, su cartera para el colegio y esos lápices de colores
maravillosos que siempre había querido.
El
mejor recuerdo era ese olor a muñeca o a cartera nueva, era ¡tan maravilloso! y
que luego nos pasábamos todo el día jugando y tirando de la mejor imaginación
posible, pues esas muñecas no era como ahora y no hacían nada más que mirarnos
con sus maravillosos ojos, ellas no hacían pipi, ni hablaban, ni cantaban….
Esa
muñeca nos duraba todo un año o más, pudiera ser incluso, que nos durara toda
la vida y que aun cuando fuésemos adultas la tuviéramos haciéndonos compañía.
Había sobrevivido a “ataques” de indios”, lavados en bañera, cortes de pelo y
pintura en la cara de esa que no se quitaba ni frotando con lejía.
Pero
era la muñeca más maravillosa del mundo pues había asistido a nuestros cambios
de edad, altura, disgustos, alegrías y penas.
Como
veréis yo hablo de mi experiencia, cada uno tiene la suya particular. Pero creo
que todo era maravilloso pues era la única ocasión de tener nuevos juguetes, el
resto del año en el cumpleaños, santo o cualquier otra celebración me regalaban
cosas necesarias como era la ropa o los zapatos, un abrigo, una bufanda o ese
gorro que nos ayudaba a pasar el invierno helado de Madrid.
Pero
todo empezaba antes ese primer día que nos daban las vacaciones de invierno en
el colegio, recuerdo nítidamente mi despertar con el sonido de fondo de mi
madre en la cocina trajinando y limpiando, y la felicidad de saber que no había
que ir al cole y que era libre de ataduras.
En
ocasiones ese primer día coincidía con el sorteo de la lotería de navidad.
Recuerdo el soniquete de los niños de San Idelfonso cantando números y premios
desde la radio que mi madre había encendido. Nadie le hacía caso, solo en
ocasiones parábamos nuestras actividades cuando esos varones (por aquel
entonces no había niñas) cantaban algún premio importante y poníamos oídos para
ver si era el primer premio y si lo tuviéramos nosotros.
Al
día siguiente mi padre me encargaba acercarme al quiosco más cercano a comprar
el periódico y se tiraba un buen rato revisando concienzudamente si había sido
premiado no ya solo por los premios gordos sino por alguna terminación o lo que
se llamaba la “pedrea”. Por aquel entonces la ilusión era doble pues casi todos
los números eran compartidos con vecinos, compañeros, amigos y familiares, de
tal forma que si nos tocaba a nosotros sabíamos que tocaría a alguien de
nuestro entorno. Creo que jamás nos tocó nada, pero la ilusión seguía ahí todos
los años.
Luego
venia la Nochebuena, una noche en la que los familiares se reunían en mi casa y
compartíamos unos manjares exquisitos que no había el resto del año, el turrón,
los mazapanes y polvorones solo se tomaban en las navidades. Ese mismo día mi padre ponía un árbol que gracias a un pequeño motor, lucían bombillitas de mil colores y que todos los años teníamos que sustituir alguna por haberse fundido.
Creo
recordar que algún año a mi padre le daban una pequeña cesta en la empresa
donde trabajaba y de allí salía sorpresas muy agradables como el turrón que
llamábamos del duro y que teníamos que partir con un cuchillo y con mucha
fuerza, o la botella de anís o la botella de Quina Santa Catalina o las
peladillas.
La
comida del 25 también era especial y casi siempre había cordero en mi casa,
creo que era la única vez del año que lo comíamos.
Por
supuesto no existía la tradición extranjera de Papá Noel y no nos hacía falta.
Los niños jugábamos en la calle sin problemas, pues siempre había un adulto que
nos podía llamar la atención si hacíamos algo que pudiera ponernos en peligro.
Los niños jugábamos a indios o a policías y ladrones, todo aquello que vivimos
viendo la televisión.
Recuerdo
que por aquel entonces el tiempo no pasaba tan deprisa como ahora, vivíamos más
el momento y no pensábamos en el siguiente día, pero venía el esperado 31 de
diciembre, ese último día del calendario que daría paso al año siguiente.
Por
supuesto, creo que como todos los españoles esa gran noche se despedía
nuevamente con manjares en la mesa y al filo de las 12, nos preparábamos para
tomar las 12 uvas de la suerte. Esto en mi casa era totalmente imprescindible,
si no las hubiéramos tomado estaríamos esperando grandes males en el año
siguiente. Una vez terminadas había gran alborozo y brindis, donde todos deseábamos
que al año siguiente estuviéramos otra vez haciendo lo mismo. Esa noche casi
nadie dormía, en mi casa jugábamos a juegos de mesa y así estábamos hasta altas
horas de la madrugada.
Nuevamente
el 1 de enero despertábamos tarde, pero con los ruidos propios de mi madre recogiéndolo
todo y preparando la comida de ese día.
Yo
nunca escribí la carta de los Reyes Magos pues ellos eran suficientemente
sabios como para saber qué es lo que yo quería y necesitaba.
Y
cinco días después llegaba la noche especial para los niños, ese día estabas
nervioso pues deseabas que se pasase pronto el día y que llegara la noche y con
ella la magia de los Reyes Magos.
Mis
padres que no podían aguantarse la emoción nos solían despertar a eso de las 6
de la mañana comunicándonos que habían llegado, así que con el sueño aun
colgando de nuestros parpados nos levantábamos e íbamos hasta la salita donde
se encontraban las grandes sorpresas. Ese día estábamos jugando con nuestros
regalos, llenos de satisfacción e ilusión.
Tomábamos
el tradicional roscón con reyes y nos moríamos de alegría si nos tocaba la
sorpresa que en casa llamábamos “la figurita”, estas eran custodiadas por mi
madre que las tenía en una cajita.
Ese
roscón es el dulce que más me gusta de la Navidad y en la actualidad como se
puede encontrar en los grandes supermercados durante toda la Navidad suelo
comprar varios y me sigue haciendo ilusión esa entrañable figurita y sigo guardándolas
en una cajita.
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