El Dios Padre desbanca a la Diosa Madre

Cuando el color dorado de los trigos y el verde de los prados empezaron a modificar el aspecto del planeta, se intensificó el culto a la Diosa Madre que se había iniciado en la época anterior, merced a la asimilación de la fecundidad de la procreadora divina a la fertilidad recién descubierta de la tierra, como lo atestiguan las estatuillas de diosas neolíticas que aparecen con espigas de trigo u otros elementos vegetales. 

En aquellos tiempos de felicidad compartida, las mujeres enseñaban a los hombres el arte de hacer nacer del suelo cultivado las plantas y los cereales que les aseguraban un futuro sin hambre, entablando con los cazadores que habían abandonado los bosques una relación basada en la colaboración y el respeto mutuo, que se reflejó en la evolución del mundo divino.

Demasiados milenios llevaba la Diosa en la soledad del poder y, como si ya no tuviera bastante, la aparición de la agricultura le asignó una función adicional, la de proteger las cosechas. Por muy ubicua y polifacética que fuera la Gran Diosa, la carga de trabajo que le incumbía era tal que, al igual que sus hijas en la tierra, se vio en la obligación de solicitar apoyo. 

Oyendo sus súplicas, un día de primavera un joven apuesto llamó a su puerta, diligente y dispuesto a regar con su propia sangre la tierra fría del invierno para propiciar su fertilidad. Seducida, la Diosa lo adoptó enseguida convirtiéndole en su hombre de confianza, y le encomendó el seguimiento de los cultivos. El dios de la vegetación la acompañaba en todas sus peripecias a lo largo del año, envejeciendo a medida que desfilaban las estaciones, hasta que, llegado el invierno, cumplía con su promesa y moría entre los brazos de la Madre de todos, para renacer en las entrañas divinas en la siguiente primavera con la Naturaleza. 

Pero después de largos siglos de intachable fidelidad a la Gran Diosa, el ambicioso dios de la vegetación dejó de conformarse con ser una criatura y subordinado. Quería tratar con ella en pie de igualdad y logró su objetivo mediante el apoyo solícito de los hombres que, allí abajo, habían descubierto que sin intervención masculina la mujer era incapaz de procrear. 

Un varón tenía que fertilizar a la Diosa para que diera vida a todos los seres vivientes que pueblan la tierra, los mares y los cielos, y mientras, en Grecia, Urano, salido de las entrañas de Gea, se unía a su madre, en tierras egipcias, Isis renegaba de su soledad y abría su divino lecho a Osiris, dios de la vegetación ascendido a dios de la tierra y de la fertilidad, para que de una unión fértil de las deidades naciera el universo entero y se completara la entronización de la pareja divina que de ahora en adelante reinaría en el panteón de los dioses.


Pero la Diosa Madre no debió dejarse embaucar y permitirle a su hijo que se convirtiera en su amante. Mientras en la tierra las guerras asolaban regiones enteras, el que había sido dios de la vegetación, de la fertilidad y de la vida, eligió el fuego estéril de la muerte y empezó a cosechar multitud de admiradores a los que insuflaba el ánimo luchador que necesitaban en el campo de batalla, y cuya creciente devoción recompensaba con grandes victorias.  

La Diosa había iniciado su imparable declive. La que había engendrado la Naturaleza perdió su categoría de madre todopoderosa y se vio relegada al papel de hija o hermana, amante o esposa discreta y sumisa de aquellos dioses crueles y desleales a los que había dado vida y que sólo aspiraban a deshacerse de ella. 

Bajo la nefasta influencia de los hombres deseosos de justificar su apropiación indebida del poder terrenal, el tímido dios de la vegetación, asociado al ciclo de las estaciones y de las cosechas, que empezó su carrera haciéndole compañía a la Diosa, fue acumulando cada vez más poder hasta usurparle definitivamente el puesto a su mentora benévola y confiada, despojándola incluso de la última prerrogativa que le quedaba: la de dar la vida.



Así pues, en las alturas del Olimpo, el todopoderoso señor del trueno, del rayo y del relámpago, Zeus, se atrevía por fin a propinar a la Diosa el golpe de (des)gracia al gestar de su propio muslo a su hijo Dionisos y de su divina cabeza a su hija Atenea, y convertirse, según la pluma de Homero, en “padre de los dioses y de los humanos”. 

Mientras tanto, en los cielos de Palestina, Yahvé, un dios con gran futuro, desplazaba a Asherah, legataria semítica de la Madre universal, después de crear el mundo en siete días mediante la palabra. “Dios dijo que hay luz, y hubo luz”: el Verbo sustituía a la Naturaleza, y la creación se disociaba de la procreación. 

Mientras el cosmos entero había salido naturalmente y sin premeditación del útero de la Gran Diosa, su sustituto varón eligió conscientemente dar forma y vida a todos los seres vivientes, confiriendo al mismo acto de creación un valor muy superior al acto de pro-creación y justificando de esta manera la abusiva supremacía sobre la mujer procreadora que el hombre creador de máquinas y de ideas se acababa de conceder a sí mismo…… 


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