De cuando en cuando, mientras simulo revisar
unos asientos contables armada con mi portaminas, aprovecho para observarte.
Elevo los ojos del papel, cruzo los apenas veinticinco metros que nos separan
y, si no hay ninguna interferencia visual, ahí te tengo. Estás mirando la
pantalla del ordenador y tu perfil es mío durante unos instantes.
Llevas el pelo más largo de lo habitual,
empieza a rizarse por la nuca. Hoy no te has afeitado, tu barbilla tiene una
ligera sombra e imagino el roce áspero en mis dedos. Llevas una camisa azul
clara con rayas blancas, el botón superior abierto, los puños remangados. Giras
la cabeza hacia la izquierda y veo tu boca al completo, los labios que se
abren, la lengua que se mueve. No puedo resistirlo. Mi estómago da una vuelta
de campana y me refugio en las trincheras de la contabilidad.
En este momento finjo trabajar volcando datos
contables en un aburrido informe mensual, pero desde hace un rato el informe se
ha convertido en una carta. Nunca hasta hoy te había espiado. Antes eras un
compañero más. Bien es cierto que siempre habíamos congeniado, viajábamos parte del trayecto juntos en el
metro, me gustaba tu sentido del humor, tu implacable ironía, el matiz que le
dabas a los libros que nos intercambiábamos y tus ojos castaños, detrás de esas
gafas de pasta que constantemente te empujabas con el dedo índice. Pero eso era
hasta ayer, antes de que todo saltara por los aires.
No dejo de pensar en lo sucedido, como si
tuviera una cinta rayada en la cabeza que cuando acaba vuelve a saltar al
principio. La veo una y otra vez y vivo la repetición con morboso placer.
Estamos los dos en el metro, hablando de una novela histórica sobre Cesar, yo
abro el bolso para sacar algo, el pintalabios cae al suelo, una señora mayor
que está parada junto a nosotros lo ve y te dice: se le ha caído algo a su
señora. Y tú le sonríes y le contestas: no es mi señora, todavía. Me agacho a
recoger el pintalabios pero ya está allí tu mano y la rozo suavemente y la
evito sobresaltada, como si hubiera sentido una descarga eléctrica. Me lo
entregas. Miro tu mano porque no me atrevo a mirarte a los ojos. Lo guardo
mientras seguimos hablando del Dictador. Se que estoy colorada. Me sucede
siempre que me pongo nerviosa.
Me digo: fue uno de sus comentarios ingeniosos,
no tuvo intención alguna, pero tus palabras han tenido un efecto devastador.
Hasta que las pronunciaste, yo llevaba una vida convencional, cada paso
subordinado a mi rutina de esposa, madre y ama de casa. ¿Quién era yo hace
apenas veinticuatro horas? Una persona dedicada a su familia; ponía todos los
días la lavadora, sacaba por las mañanas a pasear al perro, jugaba al parchís
con mis hijos o les ayudaba a hacer los deberes. Una persona un poco abandonada
de sí misma, que iba a la peluquería una vez cada tres meses, que se compraba
casi toda la ropa en las rebajas, que pensaba que darse un capricho era
comprarse un libro… Alguien a quien en su último cumpleaños, al cumplir los
cuarenta y cinco, le regalaron una gafas para la vista cansada. Esa era yo. Era
consciente de que en el metro, en la calle, nadie me miraba. Había ido
perdiendo el color con el tiempo. Era gris.
Sin embargo desde que utilizaste esa palabra:
todavía, el mundo empezó a girar con un brío diferente. El viento empezó a
soplar y me despeinó mi corta cabellera. El sudor apareció en mis sientes y
sentí la humedad en las axilas, sobre el labio, entre los pechos. Esas siete
letras han sembrado el desorden, han caído como bombas en mi vida y han
destrozado el paisaje diario y monótono de mi pequeña rutina. Aunque me digo
que no tuviste intención, mi cuerpo mi mente se ha rebelado. Te imagino, te
sueño, te visto, te desnudo, te chupo, te soplo, te añoro, te odio, te quiero,
te echo de menos. Creo que me he enamorado.
Y en este arrebato que se sale de la lógica y de la razón me voy
pintando a mi misma. Dejo de ser gris. Me visto de arco iris, de amanecer, de
puesta de sol. Vuelve a haber colores. Ilusión. Alegría. Esperanza.
Esta mañana me he vestido con mimo. Y me he
sonreído en el espejo, por primera vez en mucho tiempo me he visto reflejada. Y
me he pintado los labios y las pestañas, y los párpados. Y camino como si
flotara, como si fuera más ligera. Y me he sentido bien, guapa y ágil,
despierta, inteligente. En el metro, nadie me ha mirado. Pero si alguien lo
hubiera hecho habría visto que emano una extraña luz interior. Me he convertido
en luciérnaga.
A ratos me digo: eres una ilusa, una tonta.
Estás sacando las cosas de quicio. El hizo una broma y tú te vuelves loca y
empiezas a hacerte una película. Estás trastornada. Pero qué más da, me digo.
En este punto de enajenación casi no importa lo que tú hayas dicho, lo
importante es lo que yo siento, lo que me está sucediendo. Es la transformación.
La aventura. El vértigo. Estaba muerta y he resucitado. Dios mío, tengo la
sensación de haber subido a un rascacielos y mirar hacia abajo. Quizás sólo me
quede saltar al vacío, pero lo importante es que estoy aquí arriba.
Me gustaría contarte algo. Sucedió ayer, al
volver a casa. Yo estaba un poco seria, más bien silenciosa. No quería hablar
con nadie. Quería estar a sola para pensar en ti. Fingí un dolor de cabeza y me
fui pronto a la cama. Entonces se acercó mi marido y me preguntó cómo estaba.
¿Te pasa algo? añadió, estás muy rara. Le dije que no pasaba nada, que sólo
necesitaba dormir. Entonces él me besó en la mejilla y me dijo: te quiero. Yo
también te quiero, le respondí. Pero yo no había acabado mi frase. Mientras él
se alejaba y yo observaba su espalda me di cuenta que una palabra se me había
quedado pegada en el paladar. Hice esfuerzos con la lengua pero no conseguía
despegarla. Finalmente, con la ayuda del dedo índice pude liberarla. Era un
todavía pequeño y pegajoso, débil y flojito que no sabía muy bien donde había
salido. Yo también te quiero, todavía, habían sido mis palabras.
Me tragué esa palabra con textura de
plastilina, aún a riesgo de que actuara como una seta venenosa, o tuviera un
efecto mágico como las galletas de Alicia en el país de las maravillas. Me la
comí, y ahora la llevo conmigo a todas partes. No soy la misma persona, algo
está germinando dentro de mi. No sé cómo
llamarlo pero sé que es hermoso y que me va a cambiar la vida. Esa
palabra chiquita me acerca a ti y vive en mi por ti y para ti. Me gustaría que
me tocaras e intentaras sentirla aquí dentro. Se mueve con gran libertad. A
ratos se pasea por la cabeza, otros duerme la siesta acurrucada en el corazón,
otras me pellizca el estómago juguetona. Mira, ahora la siento aquí, en mi
boca, me hace cosquillas, sonrío. Levanto los ojos del teclado y me encuentro
con los tuyos.
Todavía es un tiempo indeterminado, una
posibilidad, quien sabe si una oportunidad que no dejaré pasar. Es la hora de
la salida, por eso, dentro de unos segundos, recogeré mis cosas y avanzaré a tu
lado, como una reina, camino de la calle.
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