Un
caso opuesto al calcio, o sea, de aporte excesivo con los alimentos, lo
representa el sodio. El sodio interviene en la regulación del equilibrio
hídrico del organismo, e la contracción muscular y en la transmisión nerviosa.
En condiciones normales es difícil que se produzca una carencia de sodio, hasta
el punto de que en los estándares alimentarios las recomendaciones sobre socio,
potasio y cloro ni siquiera aparecen. En todo caso, se recomienda lo contrario.
El gusto del hombre, sometido durante siglos al uso de la sal de cocina
(cloruro sódico) como único conservante de los alimentos, le lleva a consumir
todavía cantidades excesivas de sal y, por tanto, de sodio (sodio constituye
casi la mitad del peso de la sal). Las investigaciones epidemiológicas de los
últimos años han demostrado que existen troncos étnicos particularmente “sodios
sensibles” en los que un elevado consumo de sal (por encima de los 3-6 gramos
diarios, contra los 12-15 gramos de media utilizados en los países
mediterráneos) contribuye al aumento de la presión arterial.
Tampoco
en el caso de otros minerales indispensables en proporciones mínimas, se debe
temer su carencia sino, en todo caso, su excesivo aporte, tal vez como
resultado del consumo prolongado de fármacos no prescritos por el médico. Por
ejemplo, el selenio, publicitado incluso por colectivos no pertenecientes a la
clase médica por sus propiedades antioxidantes, puede resultar tóxico en dosis
relativamente poco más altas que las utilizadas en su versión farmacológica.
Como
siempre, la variedad y la alternancia de las opciones alimenticias garantizan a
cualquier persona sana todos los elementos minerales en proporciones
suficientes para contribuir al mantenimiento de su salud. Corresponde
únicamente al médico decidir un posible aporte suplementario en circunstancias
específicas, entre ellas precisamente la senilidad.
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