La carne

Las tablas de composición de los alimentos prueban cómo ha cambiado la composición bromatológica, es decir, las características y las propiedades químicas, químico-físicas y físicas, de las carnes más comercializadas, así como de los temidos embutidos. El resultado es que las grasas totales y el colesterol se hallan en sensible disminución y, además, ha mejorado también la relación entre grasas saturadas y poliinsaturadas.

Todo ello es la consecución de una serie meditada de opciones, de nuevos métodos de cría elaborados para responder a las exigencias de una nutrición más racional y que tienen por objeto conseguir carnes más magras y, por lo tanto, idóneas para la finalidad básica de prevenir las patologías del metabolismo del hombre. En cualquier caso, en términos científicos no es lícito satanizar determinados tipos de carne, dejando aparte la cuestión de cómo completa su jornada alimentaria cada individuo. La carne, como han reafirmado algunas personalidades en nutrición, es “elemento insustituible de todo modelo alimenticio por sus valores nutritivos fundamentales”.

Eso no quiere decir que la recomendación de limitar el consumo de las carnes muy grasas esté superada ni mucho menos. Sólo quiere decir que, desde el punto de vista de la ciencia de la alimentación, el problema radica sobre todo en la “dosis” más que en las prohibiciones, exageradas por la fantasía alarmista de los medios de comunicación. Como ocurre con los fármacos o con cualquier otra recomendación sobre la salud, lo importante es la cantidad. Además, ningún experto en ciencia de la alimentación ha puesto en tela de juicio los valores nutritivos de las carnes, ni siquiera cuando las partes grasas eran mucho más abundantes que las actuales. En todo caso, a la luz de las actualizaciones analíticas sobre las grasas de las carnes bovinas y los embutidos que consumimos ahora, muchas diferencias de criterio sobre su papel en la alimentación quedarán resueltas por la objetividad de las cifras que determinan sus contenidos bromatológicos.

Lo que hoy interesa al nutricionista es sobre todo la calidad y la sanidad de las carnes, y no volver a discutir su validez conceptual. Ya debería darse por descontada la posibilidad de incluir un corte magro de carne o de jamón incluso en la dieta de los ancianos con hipercolesterolemia sin que eso suponga traspasar los límites recomendados por las distintas sociedades científicas para las grasas y el colesterol. Una ración de carne bovina normal, un solomillo de 120 gramos, sólo aporta 6 gramos de grasa, es decir, menos del 10% de los 65 gramos de grasas que, diariamente, se “corresponden” con una dieta calórica y lipídica normal de 2000 kilocalorías. Igualmente hay que observar que dicha ración de carne sólo aporta 78 miligramos de colesterol, poco más de un cuarto de la proporción aceptable para todo un día.  



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