Los
cereales (pasta, arroz, pan, patatas), las legumbres (judías, garbanzos,
lentejas), las verduras y la fruta son la base de una alimentación sana a
cualquier edad y aún más con el paso de los años, cuando el consumo de una gran
cantidad de proteínas está menos justificado y resulta demasiado arriesgado
someter a los riñones a un exceso de trabajo para eliminar las escorias
azoadas.
Al
menos la mitad de las calorías consumidas por el hombre deben provenir de las
sustancias amiláceas, que, para el metabolismo celular, representan energía
limpia. Los hidratos de carbono son un carburante ideal cuyo consumo supone
liberación de energía con producción de agua y anhídrido carbónico, o sea
residuos que no crean problemas de eliminación.
La
investigación científica moderna ha valorado mucho el papel protector de las
vitaminas, de los minerales y de los antioxidantes contenidos en las verduras y
en la fruta, hasta el punto de que los ha convertido en un baluarte de la
prevención dietética.
Cereales,
legumbres, verduras y fruta pueden proporcionar también abundantes cantidades
de esa fibra alimentaria que, aunque resulta intrascendente desde el punto de
vista energético, cumple funciones de regulación muy importantes para la fisiología
intestinal (con reflejos positivos en el estreñimiento y en la diverticulosis que
frecuentemente afligen a los más ancianos) como para conseguir una mejor
regulación de la digestión y a absorción.
La
valoración científica del papel de la fibra nace de estudios clínicos y de
evidencias epidemiológicas que merecen atención, pero que aún requieren una
mayor profundización y confirmación. Lamentablemente, los medios de comunicación
se han apoderado del argumento con sensacionalismo, sirviendo de caja de
resonancia de los intereses comerciales de las empresas que producen fibra (¡la
fibra hay que obtenerla de los alimentos, no de los fármacos!) y, en
definitiva, trivializando una cuestión de notable interés dietético.
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