Las grasas

Afortunadamente, la fobia exagerada hacia cualquier alimento que contenga un poco de grasa o de colesterol ya se está superando. Hubo un tiempo que mucha gente interpretó la indicación de “menos grasas y colesterol” como una excomunión a cualquier alimento graso, como si las grasas fueran un elemento superfluo y no un nutriente indispensable para un equilibrio metabólico normal. Los consumidores más despreocupados trataron de minimizar los mensajes aterradores de los medios de comunicación, pero cargaron con un desolador sentido de culpa y de frustración.

                              

Pero el progreso en los estudios y en las investigaciones sobre las modalidades de aparición y transmisión de las enfermedades, ha permitido afinar la puntería al precisar mejor la cantidad y la calidad de las grasas que se pueden consumir sin superar el umbral del riesgo metabólico. En consecuencia, se acabó el genérico ostracismo de todas las grasas, y ahora se impone una cuidadosa alquimia entre grasas animales y vegetales, con la advertencia de consumir preferentemente grasas mono insaturadas (en las que es riquísimo el mediterráneo aceite de oliva) y en reducir las cantidades de ácidos grasos saturados (presentes, por ejemplo, en el tocino, la mantequilla o los huevos) y poliinsaturados (predominantes en los aceites de semillas).

Con el avance investigador, la preocupación por aquellos alimentos que contienen algún miligramo de colesterol de más con respecto a la media también ha demostrado ser exagerada. Actualmente se ha comprobado que el nivel de colesterol que circula en la sangre solo refleja una mínima parte del colesterol que se ingiere con los alimentos. Al menos el 80% del colesterol en sangre es producido directamente por el hígado a partir de precursores elementales, es decir, de moléculas de las que dispone el organismo, independientemente del que aportan específicamente los alimentos.

Incluso el nivel “aceptable” de colesterolemia ya no parece tan perentorio, sobre todo en personas que superan los 65-70 años de edad, cuando valores de 220-240 mg/100 dl se interpretan con menos severidad que si los presentara un joven o un adulto. En la aparición y en el desarrollo de las enfermedades cardiovasculares y de las degeneraciones arterioscleróticas concurren demasiados factores distintos como para centrar toda la atención únicamente en el “cofactor hipercolesterolemia”, cuando deberíamos preocuparnos más por el tabaco, el estrés, la hipertensión arterial, la acumulación plaquetaria o diversos factores de la coagulación de la sangre.

Esto no quiere decir que se puedan comer impunemente alimentos ricos en colesterol y en grasas, pues en cualquier caso la colesterolemia se resentiría; se pretende más bien invitar a reconsiderar globalmente toda la alimentación y a reducir los niveles totales de grasa, sobre todo de las saturadas, especialmente a una edad en la que la alimentación acaba adquiriendo una relevancia especial y se convierte en una gratificación sustitutoria.





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