Sin embargo, hay una escapatoria perfectamente legítima: un
dulce no demasiado rico en grasas puede sustituir de vez en cuando a otros
hidratos de carbono, siempre que se coma en sustitución de una cantidad de
pasta o de pan y nunca como añadido a una comida ya completa.
Basándose en las
observaciones epidemiológicas, los expertos consideran que los azúcares
simples, es decir, los mosacáridos (glucosa, fructosa, galactosa) y los
disacáridos (maltosa, lactosa; esta última no es otra cosa que el azúcar común
de caña o de remolacha), no deben suministrar más del 10% de la energía total.
Por tanto, no más de 200 kilocalorías (Kcal) para una dieta de 2.000 kcal, o
sea, en total 50 gramos entre los azúcares de la fruta y el azúcar utilizado para
endulzar las bebidas a los pasteles.
En
conclusión, podemos decir que no existe una prohibición drástica, sino sólo un
mensaje de cautela para toda la población y, en particular, para los ancianos y
los obesos, a menudo afectados por una reducida tolerancia a la glucosa
(antesala de la diabetes).

Dando por descontado que limitar el consumo de sal es, en
cualquier caso, recomendable para todos, hay que precisar que, en caso de
hipertensión, obviamente más frecuente entre los ancianos, o de algunas nefropatías
(o sea, enfermedades renales), es necesario evitar no sólo su uso como
condimento, sino también ingerir alimentos que en su origen sean ricos en
sodio.
Diversos tratamientos tecnológicos llevan consigo el añadido de sodio,
que podemos detectar en los alimentos, también en forma de bicarbonato de
sodio, glutamato monosódico u otros compuestos de sodio, en especial en
conservas y en productos enlatados (pero no en los congelados).
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