En
la última década, las revistas médicas han publicado en sus páginas una
considerable cantidad de trabajos científicos sobre las positivas implicaciones
“preventivas” “terapéuticas” que parecen tener algunos ácidos grasos
poliinsaturados presentes en el pescado, pero no en otros animales terrestres. Las primeras indicaciones se remontan a las
ya conocidas observaciones sobre la reducida mortalidad por infarto de los
esquimales y de otros núcleos de población acostumbrados a un elevado consumo
de pescado y de aceite obtenido de él. Una serie de estudios realizados en todo
el mundo ha confirmado posteriormente las primeras observaciones
epidemiológicas elaboradas en los años setenta. Los ácidos grasos
poliinsaturados de la trucha o de algunas especies marinas, además de
proporcionar los progenitores bioquímicos de una compleja familia de sustancias
(prostaglandinas) activas en la regulación de la vasodilatación y vasoconstricción
de las arterias, influyen favorablemente en la excesiva viscosidad de la
sangre, en la coagulación y en la misma permeabilidad y elasticidad de las
paredes celulares.
El
pescado de mar, y también, aunque en menor medida, el de piscifactoría, es la
fuente alimenticia privilegiada para algunos ácidos grasos poliinsaturados,
juzgados “indispensables” pero en general muy poco presentes en la
alimentación. Además, los salmónidos,
así como el pescado aquel, aportan una buena cantidad de derivados del ácido linoleico,
metabólicamente activos, que en edades avanzadas o en situaciones específicas
(obesidad, dietas desequilibradas, diabetes) no pueden obtenerse ya del mismo
ácido linoleico con la velocidad y en las cantidades óptimas. El consumo
habitual de elevadas cantidades de pescado (al menos dos o tres veces a la
semana) también puede modificar favorablemente el nivel de las diversas
fracciones lipídicas circulantes en la sangre, sobre todo por lo que se refiere
a la hipertrigliceridemia. Frente a las ventajas que se pueden derivar de la
disponibilidad de estos particulares ácidos grasos, la presencia al mismo
tiempo de colesterol, que puede hallarse por ejemplo en los crustáceos, tiene
una relevancia práctica totalmente marginal si tenemos en cuenta la ausencia
del cómplice verdaderamente peligroso, representado por los ácidos grasos
saturados.
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