En
las últimas décadas, y sobre todo después de los años setenta, se han producido
en los países más desarrollados notables cambios en las teorías nutricionales.
Las razones son complejas y en parte provienen de inquietudes
dietético-nutricionales basadas en investigaciones epidemiológicas que relacionan
el exceso de grasas alimenticias, sobre todo de grasas saturadas, con la
patología arteriosclerótica y con el infarto de miocardio precoz.
No
hay la menor duda de que el exceso representa en cualquier campo de la medicina
un potencial factor de riesgo. Tampoco hay ninguna duda de que una dieta
hipercalórica, con más razón si es hiperlipídica, puede tener repercusiones
dañinas en los equilibrios metabólicos y, en consecuencia, en la tasa
circulante de colesterol. Sin embargo, en términos científicos, no es de recibo
una simplificación tan tosca de las causas del aterosclerosis y del infarto de
miocardio, hasta el punto de satanizar a algún alimento y de prescindir de la
influencia que su presencia en la dieta pueda tener con relación al total de la
ración alimenticia.
Todavía
más injustificada parece la traducción literal de algunas recomendaciones
concebidas en los Estados Unidos para limitar el elevado consumo per cápita de
grasas de todo tipo, y entre ellas un consumo excesivo de carnes muy
infiltradas de grasa en comparación con las carnes preferidas en otros países. En
definitiva, el objetivo de los nutricionistas estadounidenses, perfectamente
compartible en el plano de la prevención dietética, era el de rebajar el
consumo de las grasas alimenticias y, en definitiva, de las calorías totales
desde la exorbitante proporción del 40% hasta un 30%.
Por
lo que respecta a las cantidades “de grasas recomendables”, ya existen
sugerencias compartidas por los especialistas en medicina general, en
oncología, en cardiología y en dietología, que proponen a cualquier individuo
no superar el 30% de las calorías en forma de grasas o de reducirlas por debajo
del 25% cuando coexistan otros factores personales d riesgo. Por ello, en el
caso de un adulto o de un anciano sano que consuma diariamente 2.000
kilocalorías, la proporción procedente de las grasas deberá suponer como mucho
600 kilocalorías, lo que permite asumir diariamente poco más de 65 gramos de
grasas, ya que un gramo de grasa puede liberar unas nueve calorías.
Cuando
se dispone de 65 gramos de grasa también es posible apreciar la buena mesa sin
por ello olvidar que, además de la proporción de grasa normal del condimento,
es necesario contar también con el alto contenido en grasa “oculta” de muchos
alimentos. Además, hay que prestar atención a la “calidad” de las grasas.
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