Un periodismo demasiado superficial dedicado al
sensacionalismo más que a la información educativa ha excavado un foso entre
alimentos considerados “buenos” y alimentos considerados “malos”. Actualmente,
la convivencia entre investigadores y estudiosos y medios de comunicación no es
nada fácil. Por una parte, se cuenta, o debería contarse, con la prudencia y la
discreción de los científicos, que conocen muy bien los límites de la
experimentación y de las observaciones epidemiológicas; por otra, existe, por
parte de los periodistas, el apremio de la noticia en primicia y la necesidad
de simplificar problemas que, en medicina, en cambio, son complejos y
multifactoriales.
De
este modo, se agigantan y se deforman conceptos que conducen a renuncias poco
útiles o injustificadas, mientras persisten comportamientos, desde el tabaco
hasta el sedentarismo, mucho más peligrosos que una fritura casera o que un
esporádico arroz con mantequilla.
Ya
hemos dicho que cargar las tintas sobre esos pocos gramos de mantequilla que en
algunas regiones se han usado toda la vida en lugar del aceite o satanizar el
queso, los huevos, la carne y todo tipo de embutidos es una abstracción teórica
muy alejada de la realidad científica y del sentido común.
La
verdadera “prevención” no puede limitarse a responsabilizar a algunos
alimentos, de los que el hombre dispone desde tiempos inmemoriales, de una
serie de problemas genéticos y de comportamiento. Sobre todo, cuando no se
tiene en cuenta el equilibrio global de la jornada alimentaria y se olvida que
un suministro calórico superior a las necesidades reales de cada individuo
constituirá un cómodo sustrato para la construcción “endógena” de ese
colesterol que se ha intentado excluir casi obsesivamente de los alimentos.
Esto
no quiere decir que la recomendación de limitar el consumo de determinados
alimentos, demasiado ricos en grasas saturadas, haya sido superada. Al
contrario. Sólo quiere decir que en una dieta “prudente” hay espacio para
cualquier alimento siempre y cuando no coincida a lo largo del día con otros
alimentos ricos en los mismos componentes o tendentes a hacernos superar,
incluso consumidos en cantidades relativamente modestas, el límite recomendado
para cada tipo de grasas o para el total de las necesidades calóricas
cotidianas. Al consumidor será necesario aclararle cada vez con más detalle,
insistimos en ello, que las grasas alimenticias son valiosos nutrientes, no
menos indispensables para el equilibrio metabólico que las proteínas y los
hidratos de carbono, y que no constituyen un pecado gastronómico punible.
Hay
que saber que en el aceite de oliva estas proporciones están garantizadas de
modo natural, mientras que en las grasas de depósito de los tejidos animales
prevalecen las grasas saturadas. Pero es erróneo pensar que las grasas animales
siempre son sinónimo de grasas saturadas o, viceversa que todas las grasas
vegetales sean mono o poliinsaturadas (desgraciadamente, algunas grasas
vegetales de origen tropical, muy usadas en la industria pastelera, son más
aterogénicas, es decir, capaces de acelerar la aterosclerosis, que las mismas
grasas animales).