Desde
Hipócrates, los médicos saben que el modo de alimentarse condiciona los
procesos metabólicos. Lo que ocurre es que las consecuencias no se manifiestan
de forma inmediata, como sucede por ejemplo con las alergias, los
envenenamientos y las infecciones tóxicas de origen alimentario, sino tras
muchos años y décadas de errores y distorsiones alimentarias. Y es precisamente este estado de latencia el
que crea las mayores dificultades a la hora de establecer la relación de causa-efecto
del comportamiento alimentario. Un efecto que, además puede ser acentuado o
minimizado por un estilo de vida concreto y, por tanto, por una serie de
factores secundarios como el estrés, el tabaco, la vida sedentaria, la
hipertensión, etc.
Además,
no podemos dejar de reconocer que la alimentación se ha convertido en un enorme
negocio, en el que los protagonistas de la educación y por tanto del
comportamiento alimentario no son el Ministerio de Sanidad ni el de
Educación, sino la industria alimentaria, con sus “consejos de compra”.
Así
pues, para aclarar las ideas, sean bienvenidas las líneas guía formuladas por
los expertos. Se trata de unas mínimas recomendaciones fundamentales a las que
todos deberían adaptarse: una especie de traje de talla única, lamentablemente,
o un chaleco antibalas incómodo o pesado para quien no está en situación de
riesgo y, viceversa, sólo parcialmente protector para quien tiene antecedentes
genéticos tan graves que ha tenido que adoptar, desde la infancia, las medidas
más rigurosas.
Como
ejemplo de las recomendaciones que llevan a cabo los diferentes organismos
administrativos nacionales, a continuación, enumero las siete líneas guía para
una sana alimentación:
1.
Controla
tu peso y mantente activo
2. Saber que grasas y en qué
cantidad
3. Más cereales, legumbres,
hortalizas y fruta
4. Controlar la ingestión de
azúcar y dulces
5. No abusar de la sal
6. Moderar la ingestión de
bebidas alcohólicas
7.
Una
alimentación variada
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