¿Alguna
vez nos hemos puesto a pensar con qué facilidad sufrimos? O, para decirlo de
otra forma ¿cuánta vida se nos escapa sufriendo?, ¿cuánta energía desperdiciamos?,
¿cuántas ilusiones y esperanzas tiramos?, ¿cuántas ocasiones perdemos?,
¿cuántas alegrías ahogamos?
Realmente,
¿hay justificación a tanto sufrimiento?, ¿la vida es tan difícil y la felicidad
tan imposible?, ¿de verdad nos creemos que nuestro destino es sufrir?, ¿qué
estamos aquí para pasarlo mal? Casi nadie, al menos en nuestra sociedad
occidental, contestaría de forma afirmativa a estas preguntas, pero lo cierto
es que parecen actuar como si creyeran en un destino fatalista de la vida.
Personalmente,
desearía que, a estas alturas de la historia, en pleno siglo XXI, la mayoría de
las personas no se sintieran atrapadas por algo de lo que no pudieran escapar.
No obstante, la verdad es que mucha gente sufre de forma inútil y, además,
sufre prolongadamente.
La
verdad es que sin darnos cuenta repetimos conductas, rutinas, costumbres,
hábitos, formas de actuar que, inexorablemente, nos hacen sentirnos mal, pero
que se nos antojan imposibles de evitar. Ante lo que consideramos una mala
noticia nos preocupamos, en lugar de prepararnos para superarla en las mejores
condiciones; los contratiempos nos alteran y con facilidad nos dispersan,
dificultándonos la búsqueda de las mejores opciones; rápidamente vemos en los
acontecimientos la parte negativa, las dificultades, los obstáculos, en lugar
de las oportunidades que encierran. Al final sufrimos y, de nuevo, sufrimos
inútilmente.
Deberíamos
intentar, en la medida de lo posible, a ver la vida con más realismo, con más
ánimo, con más ilusión, con el convencimiento de que podemos controlar nuestra
propia vida y que merece la pena vivirla…; y lo podemos hacer sin pedir ningún
cambio milagroso a nuestro alrededor. Y digo esto, porque estoy absolutamente
convencida de que la felicidad depende de nosotros mismos, no de nuestras
circunstancias.
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