Cuando
en 1911 el polaco Funk introdujo el término “vitamina” para definir “algo”
presente en la alimentación de los guardianes de la cárcel de Java que les
impedía contraer el beriberi como, por el contrario, ocurría con los reclusos, alimentados
exclusivamente con arroz perlado, inauguró una época de espléndidos
descubrimientos. Al cabo de pocas décadas se habían aislado otros grupos de
moléculas orgánicas, hermanadas por el hecho de carecer de valor calórico y,
sin embargo, de ser indispensables para el funcionamiento del organismo.
Una
clasificación elemental, útil incluso para quien no tenga interés científico
sino sólo el sentido común de tratar de mejorar su propia alimentación, es la
que distingue las vitaminas liposolubles (solubles en las grasas, como las
vitaminas A, D, E y K) de las hidrosolubles (solubles en agua, como la vitamina
C y las ocho vitaminas del complejo B).
Baste
esto para recordarnos que no se debe penalizar exageradamente a grupos enteros
de alimentos, como ha ocurrido con la discutida familia de las sustancias
grasas. Una drástica y no fundamentada reducción de las grasas alimenticias,
como la que se imponen las jóvenes anoréxicas o los ancianos inapetentes y demasiado
preocupados por su colesterinemia, puede reducir de forma desmesurada el
suministro de vitaminas liposolubles.
El
descubrimiento de las vitaminas significó un hito porque desarmó la vieja concepción
de “enfermedad”, centrada sólo en la presencia de factores nocivos, tóxicos o
microbianos y que no contemplaba la carencia de moléculas protectoras. En honor
a la verdad hay que reconocer que la gente de mar ya había intuido el valor
protector del zumo de limón contra el escorbuto, hasta el punto de que el
Almirantazgo británico en el siglo XVIII garantizaba el suministro de zumo de
limón a los marineros a partir de la quinta semana de navegación.
Así
pues, las vitaminas asumen una serie de funciones y aunque no suministren
directamente energía, muchas de ellas forman parte de sistemas enzimáticos
necesarios para liberar la energía de los hidratos de carbono, de las grasas y
de las proteínas. Además, también desempeñan un papel en la formación de las
hormonas. Así pues, se puede concluir que la propia normalidad de la vida
celular está subordinada a un adecuado suministro de vitaminas en la
alimentación. Este aporte puede escasear por distintos motivos, sobre todo en
los ancianos, ya sea por defectos de absorción, de circulación y de transporte
de las vitaminas en el interior de las células. En esta situación, que no es
nada rara, se producen carencias funcionales que pueden acentuar un genérico
cansancio o reducir la sensación de bienestar, incluso en ausencia de signos
clínicos específicos de enfermedad.