LUNES Y SIN GANAS DE IR A TRABAJAR

Cuando empecé a trabajar tenía 17 años, creo que lo hice por vocación, vocación a sentirme útil; los estudios se me daban muy bien, pero me sentía que me faltaba algo. Los estudios me servían para aprender teoría, el trabajo me hacía aprender con la práctica y me ayudó a sociabilizarme, a saberme dentro de un grupo de personas dedicadas a lo mismo y encima ganaba un dinerito.

Por supuesto el dinerito era poco y ese poco lo entregaba en casa como ayuda para la familia. Aun así, del poco dinero que mis padres me daban conseguía ahorrar algo.

Como decía empecé a trabajar a los 17 por lo que era aprendiz de administrativo. En la empresa en la que entré había otras personas de mi misma edad y otras mayores que eran los que debían de enseñarnos las tareas que os asignaban.

Creo que lo primero que aprendí fue a trabajar en equipo, aunque realmente nadie me enseñó me di cuenta que era parte de un todo y que cualquier trabajo era importantísimo para conseguir los objetivos que debíamos de alcanzar.

Así, cuando iba por un pasillo y sonaba un teléfono en algún despacho vacío, lo cogía y apuntaba el recado para el que me indicaba en remitente de la llamada.

Muchos años después la cosa cambio mucho y recuerdo que en el despacho que estaba junto con diez personas más, cuando sonaba un teléfono, solo lo cogíamos una compañera y yo, el resto se hacían los locos y no lo cogían por algún miedo que nunca entendí.

Nunca me importó aprender cualquier cosa, por lo que preguntaba a todos lo que ignoraba y el cómo y por qué de las cosas. En poco tiempo ya estaba ideando fórmulas para hacer el trabajo más fácil, y así seguí haciendo toda mi vida laboral.

El trabajo nunca me pesó, me sentía orgullosa de hacerlo y siempre intenté hacerlo lo mejor posible.

Tuve muchos jefes y jefas durante el tiempo que estuve trabajando y me ocurrieron grandes anécdotas. Tuve jefes maravillosos que me ayudaron y me enseñaron y tuve jefes engreídos que no me enseñaron nada.

Los que trabajábamos allí éramos todos iguales con la sola diferencia de la antigüedad, yo respetaba muchísimo a las personas más antiguas e intentaba aprender de ellas. Tanto así que, aunque pasase 30 años yo siempre me sentí que esa persona que había estado más tiempo había que respetarla.
Por supuesto siempre había de todo, gente honrada que, hacia bien su trabajo, gente vaga que no daba un palo al agua pero que se vendía estupendamente y que eran puestos de ejemplo por los jefes, gente buena que ayudaba a los demás, gente malísima que intentaba escaquearse y pasaba a otros los problemas, etc., etc.

Pero la mayoría sabíamos de nuestras responsabilidades, entrabamos con puntualidad, salíamos cuando habíamos terminado el trabajo, si llegábamos antes nos quedábamos un poco más tarde y nadie nos tenía que regañar por no tener los objetivos alcanzados, solo unos pocos vivían a costa de los demás.

Pero recuerdo que siempre me gustaba ir a trabajar, puede que fuera un caso extraño, pero a mí no me importaba. Cuando llegaba el domingo solo me daba pena tener que madrugar, pero no ir a trabajar, allí hablaba con los compañeros de lo que habíamos hecho el “finde”, nos reíamos y lo pasábamos bien.

Pero eso fue cambiando poco a poco, con el tiempo se hizo más difícil coincidir con otros compañeros y hacer buen ambiente, fue como si la gente se amargara, los jefes se volvieron más  exigentes, y dentro de esa exigencia estaba el intentar que nadie se riera que nadie hablara con el compañero, se empezaron a inventar sistemas para ver el tiempo que tardábamos en hacer las cosas, el tiempo que empleábamos en atender a un cliente o proveedor y a intentar acortar tiempos, así que en consecuencia la gente empezó a sentirse asfixiada en el trabajo y a no encontrarse a gusto.

Curiosamente trajeron desde el extranjero ideas “maravillosas” de control de presencia, siempre me ha cautivado esa obsesión de los empresarios por controlar la presencia de sus trabajadores, es decir lo que más les importa es el tiempo que pasamos dentro de los lugares de trabajo, luego puede ser que no des un palo al agua y te dediques todo el tiempo a “hacer que haces”, pero dentro de la oficina siempre.

Empezó a surgir los profesionales del escaqueo, gente que con estar en la oficina ya se ganaban su salario y los créditos de sus jefes. Por lo general eran vagos recalcitrantes que subían de puestos como la espuma, que era expertos en echar balones fuera y que se hacían amiguísimos de sus jefes que los encumbraban constantemente. Dentro de esta especie había diferentes estilos, pero si te fijabas todos en el fondo eran iguales.

El peor problema de este tipo de gente tóxica no era que no hiciera nada, sino que se dedicaba a malmeter a sus jefes en contra de los que si trabajaban y hacían el ambiente algo insufrible. También es cierto que estos llegaban a jefes y se ayudaban unos a otros, por lo que era complicado que desaparecieran.

Además, esos expertos de la inutilidad son los que sobreviven en las crisis financieras y laborales, siempre se las apañan para seguir allí e incluso les puede servir para medrar.

Es una especie de trabajador que me temo ya no desaparecerá jamás. Supongo que se forja desde su tierna infancia y se hace fuerza con los estudios académicos que llega a tener. Entra con contundencia en las empresas haciendo ver que van a conseguir más beneficios, que ellos saben más que los que ya estaban trabajando allí y que vienen como salvadores de la compañía.

Pueden que sean pocos, pero se notan bastante más que los buenos trabajadores y logran hacerse directores y líderes de grandes empresas. Desgraciadamente tengo la teoría que las personas que trabajan mucho, se esfuerzan sin importarles nada más que hacerlo bien y que son muy responsables, jamás llegan a ser importantes directivos.



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